[••• = disponible sólo en Inglés. Traducción de Noelia Malla García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
omo ejemplo a la imperturbabilidad de Wilde al inicio de su terrible debacle, Max comentaba una historia que le contó Lewis Waller, un ídolo teatral de la época. Encontrándose Waller caminando por Piccadilly con Allan Aynesworth, otro actor consumado. Ambos sabían que posiblemente se encontrarían fuera del trabajo. Waller actuaba con Sir Robert Chiltren en Un marido ideal y con Aynesworth Algernon en La importancia de llamarse Ernesto. El caso de Wilde ponía en peligro la representación de ambas obras. Los actores se encontraban enfrascados en conversaciones respecto a su inminente despido, cuando para su horror, les saludó alegremente por Piccadilly quien les despediría montado en un coche de caballos. Devolvieron el saludo, pálidos, esperando que Wilde continuara su camino, pero no lo hizo. Se bajó y se acercó a ellos diciendo: —”¿Habéis oído lo que ese cerdo de Queensbury ha tenido el descaro de decir?” —retorciéndose de vergüenza contestaron que ningún comentario del marqués había llegado a sus castos oídos. “Pues como no lo habéis oído ya os lo digo yo” —dijo Wilde fijándose en Waller con la impaciencia de un maestro ávido por suplir las carencias intelectuales de sus pupilos— “La verdad es que ha tenido el descaro de decir que La importancia de llamarse Ernesto tiene más calidad teatral que Un marido ideal”—.Sonrió radiante, se despidió y subiendo a un coche de caballos se fue por Piccadilly dejando a sus víctimas boquiabiertas.
Entonces, Max comenzó a hablar sobre sus amigos Ernest y Ada leverson. Solía ver a muchos de sus amigos en su gran mansión de Londres. Ada Leverson —a quien llamaban la esfinge—era una amiga incondicional de todo aquel que escribiese o pintase cualquier cosa. Ha pasado a ser conocida porque quizá por ser la única persona de Londres que recibiría a Wilde al salir de la prisión de Reading. Max decía que se merecía todo el reconocimiento por esto, pero que nadie reconoció la actitud del señor Leverson, que permitió que Wilde se quedase en su casa. Decía Max que la esfinge solo actuaba en virtud de lo que opinase el sector artístico, pero que “el señor Leverson tenía responsabilidades más importantes. Era una figura prominente de la ciudad y tenía mucho que perder”. Continúa Max contando que la mañana en la que Wilde salió de prisión el señor Leverson se levantó temprano para recibir a Wilde, que llegaba directo del tren a la casa de un párroco llamado Steward Headlam. De otra parte, la señora Leverson se encontraba terriblemente preocupada por cómo recibir a la otrora figura artística de Londres que había conocido y recibido en su casa en tiempos mejores. Llegó a la casa de Headlam aterrada. Wilde no había llegado aún; la esfinge se encontraba allí deseando pasar desapercibida como una esfinge. En ese momento entró Wilde, quien corrió hacia ella, sonriendo —como el niño que llega del internado y saluda a su mascota tras un triste semestre—, la abrazó y dijo: “Esfinge, ¡qué maravilla que sepas qué sombrero ponerte a las siete de la mañana para recibir a un amigo que ha estado lejos!No debías haberte levantado sino incorporado”. Entonces, Ada dejó de preocuparse por las apariencias. [pp. 84-85]
Referencias
Beerhman, S. N. Portrait of Max: An Intimate Memoir of Sir Max Beerbohm. New York: Random House, 1960.
Modificado por última vez el 22 septiembre de 2009; traducido el 9 de febrero de 2012