[*** = en inglès. Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]

Los especuladores del ferrocarril y los estafadores son sometidos a un rígido escrutinio en El modo en que vivimos ahora de Anthony Trollope y en “La estatua de Hudson” de Thomas Carlyle. Augustus Melmotte, el adinerado financiero, es un “canalla horrible, gordo y rico… un estafador obeso… y un rufián vil de la ciudad” (I, 221). El director de la corrupta corporación, El gran ferrocarril sureño del Pacífico central y de México, Melmotte, es detestado por los miembros de la aristocracia, quienes le consideran como a un estafador y un embustero. Igualmente, ***George Hudson, “el rey del ferrocarril”, un notorio especulador del ferrocarril de la década de 1840, se ve atacado en “La estatua de Hudson” como un estafador deshonesto y vulgar a quien el público inglés planea erigir una estatua.

Trollope y Carlyle, sin embargo, no solamente condenan los males de las estafas. En su lugar, critican a la aristocracia, la burguesía y al público inglés por adorar ciegamente la riqueza y por arrojar la honestidad por la borda. En El modo en que vivimos ahora, Trollope cuestiona la admiración otorgada a Melmotte. Un modo de adentrarse en la novela en este asunto central es a través de la alabanza que una extranjera, la americana señora Hurtle, hace de Melmotte:

“¡Qué poder, qué grandiosidad!”

“Lo suficientemente grandioso”, dijo Paul, “si todo ello procediera de la honestidad”.

“Semejante hombre se eleva por encima de la honestidad”, dijo la señora Hurtle, “igual que un gran general se eleva por encima de la humanidad cuando sacrifica un ejército para conquistar una nación. Tal grandeza es incompatible con la insignificante escrupulosidad… Debe llevarme a ver a Melmotte. Es un hombre cuya mano besaría”.

“Me temo que se encontrará con que su ídolo tiene pies de barro” [I, 246].

La exclamación de la señora Hurtle, “¡Qué poder, qué grandiosidad!” (I, 245) y su afirmación reverenciadora, “Es un hombre cuya mano besaría” (I, 246), sugiere la distorsión de valores morales que Trollope cree que invade a la sociedad victoriana. Aunque se puede argumentar que Trollope retrata a la señora Hurtle como a una americana violenta con actitudes sociales consecuentemente sesgadas, hace que sea menos culpable que la aristocracia inglesa, puesto que la señora Hurtle limita su reverencia hacia “semejante hombre [que] se eleva por encima de la honestidad” (I, 246) a las palabras, mientras que los nobles (tanto hombres como mujeres) de la novela adoran la riqueza y la fama de Melmotte, al tiempo que condenan la fuente de su caudal.

Trollope ataca duramente esta actitud equívoca. Suficientemente malo, según él, es el hecho de que la aristocracia se reúna en la casa de Melmotte para “ver y ser vista” y que cada uno intente contraer matrimonio con Marie, tal y como evidencian las tretas alocadas de Lady Carbury con respecto a los esfuerzos incompetentes de Sir Felix y de Lord Nidderdale. Sin embargo, como Trollope sugiere, condenar como corrupto a un estafador es otra cosa si uno ya se sienta en el equipo directivo de la firma de ferrocarril y acepta las invitaciones a sus fiestas.

El comentario mordaz de Dolly Longstaffe a su hermana Georgina: “No. No todo el mundo viene y permanece aquí como tú lo estás haciendo. No todo el mundo forma parte de la familia” (I, 237) retrata el comportamiento hipócrita de la aristocracia hacia Melmotte. Por una parte, se sienten encantados de congregarse en la casa de Melmotte para los bailes (los acontecimientos de la estación), pero desean también demostrar su superioridad moral al no alinearse permanentemente con él. En efecto, la nobleza le evita tanto como puede, a excepción de cuando su compañía la beneficia. Cuando a gente como Lady Carbury, Sir Felix, y Lord Nidderdale les conviene, sin embargo, se unen a la refriega para pedir tickets, como todo el mundo hace en la precipitación caótica para conseguir invitaciones para la cena con el emperador de China. Trollope describe el exaltado entusiasmo: “El gran propósito intencionado era mostrar al emperador mediante este banquete lo que un ciudadano y comerciante inglés de Londres podía hacer” (I, 327).

Por oposición, Carlyle se centra en la admiración ciega del público inglés por Hudson, el poderoso rey del ferrocarril. Lo critica por permitir que un financiero corrupto “se suba al lugar más elevado que se puede descubrir en la vía pública más abarrotada”. Carlyle argumenta (Carlyle argues) que el deseo del pueblo por erigir una estatua a Hudson es en sí mismo lamentable.


Anthony Trollope

Modificado por última vez el 25 de octubre del año 2000; traducido el 21 de noviembre de 2012