[Traducción de Montserrat Martínez García revisada y editada por Asun López-Varela. El diseño HTML, el formato, y los enlaces de George P. Landow.]
Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado de madera con un joven malévolo que estaba esculpido y rodeado por una tienda de grilletes en la que éstos pendían a modo de salchichas y que llevaba por título “PARA LEER EN MI CALABOZO”. — Charles Dickens, Grandes esperanzas.
Pip no es el único personaje infantil de Dickens o de la ficción decimonónica en experimentar los tratados religiosos evangélicos (Evangelical) como un asalto a los niños. La pequeña Dorrit, por ejemplo, relata cómo tal tratado aterrorizó al joven Arthur Clenham:
Y luego estaba el deprimente domingo durante su infancia (dreary Sunday of his childhood), cuando se sentaba con sus manos por delante de su cuerpo, con sus sentidos chamuscados por ese horrible tratado que comenzaba con la economía preguntándole al pobre muchacho desde su mismo título, ¿por qué caminaba hacia la perdición?; una pequeña curiosidad que él, realmente con levita y calzones, no estaba en disposición de satisfacer y que su mente infantil, enormemente atraída hacia la cuestión, planteaba un paréntesis en una línea sí y otra no mediante referencias entrecortadas semejantes a un hipo, tales como 2 Epíst. Tesa. c. iii. v. 6 y 7.... Ése era el interminable domingo cuando siendo menor de edad, su madre, con una faz severa y un corazón despiadado, solía sentarse todo el día detrás de una Biblia, encuadernada, al igual que su complexión, en unas pastas de lo más duro, tosco y rudimentario [citado por James Kincaid].
Una década antes de La pequeña Dorrit, Jane Eyre de Charlotte Brontë se había descrito a sí misma “sentada en un taburete bajo, a unos pocos pasos del sillón de su tía… En mi mano, sostenía el tratado que contenía la muerte repentina de la niña mentirosa, narración hacia la cual mi atención había sido dirigida como una advertencia apropiada”. Los novelistas, como sugieren estos ejemplos, a menudo presentaban prácticamente los tratados religiosos como una forma de abuso infantil, enfatizando, como muchos lo hacían, la muerte de los niños como un castigo inevitable por el más mínimo pensamiento o acto errático propio de la inocencia.
Brontë, Dickens, y otros atacaron los tratados religiosos por un conjunto de razones, varias de las cuales derivaban de las concepciones radicalmente diferentes de la infancia, la espiritualidad y la naturaleza de la narrativa, sostenida por los escritores y novelistas de tratados. Mientras que los escritores de los tratados evangélicos dirigidos a los niños, les concedían la condición espiritual de adultos, siendo responsables dentro de unos límites de su salvación o condena, los novelistas tendían a tratarlos de un modo romántico y pre-freudiano como esencialmente inocentes, necesitados de una protección con respecto a las realidades más duras. Los novelistas también despreciaban los tratados como formas narrativas irritantemente crudas que aplastaban, en vez de estimular, la imaginación moral y espiritual de los niños.
Otra razón interesante a la hora de que los novelistas presentaran los tratados religiosos bajo la peor luz posible, residía en el hecho de que los tratados no sólo competían con las novelas ante las audiencias (y las ventas), sino que incluso pertenecían a esa forma de Protestantismo (los evangélicos de dentro y de fuera de la Iglesia de Inglaterra) que condenaba la lectura de las novelas. Cuando John Ruskin hizo campaña en Las siete lámparas de la arquitectura para convencer a los lectores evangélicos de que las artes visuales eran en esencia religiosas, lo hizo citando lecturas tipológicas conocidas sobre el Antiguo Testamento para mostrar que la arquitectura y otras artes daban a los creyentes contemporáneos la oportunidad de llevar a cabo los sacrificios religiosos y evangélicos apropiados. Los novelistas tomaron otro rumbo muy diferente mediante la sátira de los tratados religiosos que contribuyó enormemente a la creación de una audiencia lectora, susceptible de adquirir novelas.
No es de sorprender por tanto que denominar a una novela un tratado o “similar a un tratado” sea un insulto no sólo victoriano, sino también moderno que etiqueta a un texto como esencialmente no literario. Así, Frank Delaney señala que “Injustamente castigados por los críticos, los Geroulds lo llamaron 'un tratado... en vez de una novela'. The Landleaguers constituye un atisbo fascinante del modo por el cual el arte del autor, así como sus sensibilidades políticas, estaban todavía desarrollándose” (The Landleaguers: Una introducción /The Landleaguers: An Introduction). En “El compromiso con la reforma social de Charles Kingsley”/“Charles Kingsley's Commitment to Social Reform”, Andrzej Diniejko describe Levadura publicado en la revista Fraser en 1848 y en formato libro en 1851 como algo más parecido a un tratado que a una novela en la que Kingsley describe a la Inglaterra rural durante la época de la agitación cartista (Chartist). Por la misma razón, escribir según el estilo de una novela o ficción en vez según el de un tratado determina una mejora en la calidad literaria, tal como la que Siobhan Lam sugiere cuando analiza Los niños del agua de Kingsley, una ficción fantástica que, al igual que La espalda del viento del norte de George MacDonald (At the Back of the North Wind), intenta tranquilizar y reconfortar a los niños sobre la muerte en lugar de aterrorizarlos con ella. “Aquí en consecuencia, nos encontramos con un nuevo tipo de cuento moral, aquel envuelto 'en sandeces semejantes'. A diferencia de sus predecesores, Kingsley rechaza el tratado evangélico tradicional y utiliza todos los elementos fantásticos destinados al entretenimiento junto con el tono ligero de los cuentos de hadas para transmitir su lección a los niños” (Los niños del agua de Kingsley/Charles Kingsley's Waterbabies).
Con toda seguridad, varios autores se desplazaron desde la escritura de tratados a la de novelas; algunos como Elizabeth Missing Sewell, perteneciente a la Iglesia Alta y Hannah More, a la Iglesia Baja, me vienen a la cabeza, pero en general, los escritores de los tratados y los de las novelas no se consideraron mutuamente como rivales reconocidos, sino como creadores de textos que merecían la pena ser leídos, pero que no serían premiados en un mundo decoroso.
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Modificado por última vez el 24 de junio de 2010; traducido 6 de octubre de 2011