n el segundo volumen de Pintores modernos, Ruskin adelanta su idiosincrásico, ecléctico y a menudo críptico sistema teocéntrico sobre la estética por medio del cual esperaba explicar la naturaleza y demostrar la importancia de la belleza. La belleza, escribió, «es o bien el registro de la conciencia, escrito en las cosas exteriores o bien el simbolismo de los atributos divinos en la materia, o la felicidad de los seres vivos, o la realización perfecta de sus deberes y funciones. En todos los casos, es algo divino; o bien la voz aprobadora de Dios, su simbolismo glorioso, la evidencia de su presencia benévola, o la obediencia a su voluntad inducida y apoyada por Él mismo» (4.210). Toda la belleza, entonces, se relaciona con la naturaleza de Dios y si se comprende adecuadamente, es una teofanía, pero la belleza tipológica, «la simbolización de los atributos divinos en la materia», participa directamente de lo sagrado.
Un manuscrito que originalmente iba a formar parte del segundo volumen de Pintores modernos revela que esta concepción de lo bello le llegó a Ruskin según miraba fija y pensativamente una tormenta en los Alpes. Un atardecer oscuro y tranquilo descansaba al lado de la fuente de Brevent en el valle de Chamonix.
De repente apareció el estruendo, en la dirección de Dome du Go�ter, de un trueno prolongado, y cuando miré hacia arriba, vi la nube partida en dos, como si se tratara de una avalancha, cuya blanca corriente llegaba rebotando por la ladera oriental de la montaña, como un relámpago pausado. El vapor se separó antes de su caída, perforado por el remolino de su movimiento; el espacio intermedio se hizo más ancho, la sombra tenebrosa se derritió a cada lado, y, al igual que un espíritu que se elevaba y se deshacía de su vestimenta de corrupción, y se encendía con la eternidad de la vida, las Aiguilles del sur atravesaron la espuma negra de las nubes de tormenta. Una por una, pirámide sobre pirámide, la poderosa gama de sus compañeros se fue arrancando de un tirón los sudarios para ir ascendiendo a la gloria donde todo era fuego, sin sombra y sin penumbra. Espiral de hielo, cúpula de nieve, pedazo de roca, todo el fuego en la luz del ocaso se hundió en las cavidades de los peñascos, y agujereó los prismas de los glaciares para morar en ellos como en las nubes. La tormenta voluminosa se retorció y se quejó por debajo de los mismos, los bosques gimieron y se agitaron en el viento vespertino, el río pronunciado relampagueó y brincó a lo largo del valle, pero las potentes pirámides permanecieron en calma, en el propio corazón del elevado cielo, una ciudad celestial con murallas de amatista y puertas de oro, inundada con la luz y vestida con la paz de Dios. Y en aquel instante aprendí lo que hasta entonces había desconocido, el significado real de la palabra hermoso. A todo lo visto antes se mezcló todo lo vinculado con la humanidad, el esfuerzo del poder humano, la acción de la mente humana. La imagen del ser no se había borrado de la imagen de Dios . . . Fue entonces cuando comprendí que todo lo que constituye el carácter de los atributos de Dios . . . puede apartar la mirada del alma humana para centrarse en sí misma . . . y detener el espíritu . . . en lo que constituirá su alimento eterno; esto y sólo esto se halla en el sentido puro y acertado de la palabra hermoso. [4.364-65]
En El oscurecimiento del espejo: retrato del genio de Ruskin (Nueva York, 1961), John D. Rosenberg señala que este pasaje es «una interpretación cristiana de la visión romántica de la naturaleza» (19), por lo que se puede añadir que la visión apocalíptica de Ruskin ejerce incluso más presión que el propio Wordsworth a la hora de eliminar por completo al ser dentro de la naturaleza. A medida que Ruskin observaba la serenidad de los picos emergentes entre el tumulto, experimentó «la absorción del alma y del espíritu, la postración de todo poder, y el cese de toda voluntad, ante y en presencia de la deidad manifestada. Sólo entonces fue cuando comprendí que la transformación en la nada podría ser la transformación en algo más que en un hombre» (4.364). Su confrontación con lo sagrado, su sentido de las glorias de la conversión en la nada ante Dios, le llevaron directamente a formular una teoría de lo bello que, negando la importancia de los elementos humanos, derivaba todo de lo eterno, lo inmutable y lo infinito.
Se puede aplicar a las teorías estéticas de Ruskin lo que él dijo sobre las artes, que eran hasta cierto punto una expresión de la emoción profundamente sentida, la remodelación de una experiencia intensamente sentida. Tal experiencia le movió a crear su teoría de la Belleza tipológica, mientras otra casi tan poderosa le condujo, unos años después, a cambiar de dirección y a admitir la importancia de la asociación como elemento humano en lo bello. Aunque fueron los acontecimientos emocionales sentidos con mayor intensidad y no la investigación puramente teórica, los que engendraron su estética, estas opiniones sobre la belleza portaron sin embargo la impronta característica del pensamiento de Ruskin, que al igual que su concepción de las artes hermanadas, emanan en gran parte de los escritos neoclásicos, cumpliendo un propósito polémico. En concreto, sus afirmaciones sobre la naturaleza le permiten responder a ciertos problemas que la teoría del arte centrada en las emociones planteaba.
Las dificultades que Ruskin debe solventar aparecen primeramente en las breves menciones de lo bello que hace en el volumen inaugural de Pintores modernos. En el capítulo «Sobre las ideas de lo bello», afirma que «cualquier objeto material que nos reporta placer . . . sin un esfuerzo directo y definido del intelecto, lo denomino en cierto modo o hasta cierto punto bello» (3.109). La percepción de lo bello es por tanto el acto de alguna parte no intelectual de la mente, no intelectual porque posteriormente constata que las ideas sobre la belleza «son los temas de la moral, pero no de la percepción intelectual» (3.111). Ruskin cree entonces que la belleza es un placer desinteresado que tiene una realidad objetiva y que se percibe mediante la parte no intelectual de la mente. Aunque Ruskin por oposición a muchos estetas ingleses de los siglos XVIII y XIX cree que la belleza es una entidad o cualidad que existe objetivamente, aún así habla de «las emociones de lo bello y lo sublime» (3.48). La emoción es subjetiva y es difícil ver cómo se podría pensar que es objetivamente verificable, dado que las emociones que son el producto de lo no intelectual, la parte «moral» de la mente, no pueden, como el pensamiento conceptual, ser razonadas o incluso compararse entre ellas. Si la emoción es así subjetiva, y si la belleza es una emoción, resulta difícil ver cómo Ruskin cree que la belleza puede ser objetiva. Intenta solucionar el problema del sentimiento de la belleza razonando que todos los hombres perciben o deberían percibir ciertas cualidades con exacta emoción del mismo modo que todos los hombres encuentran dulce el azúcar y amargo el ajenjo. Los hombres reaccionan así, dice Ruskin, porque es la voluntad de Dios y porque todos los hombres presentan un elemento divino en su naturaleza, no obstante los hombres no extraen placer de determinadas formas y colores «porque sea ilustrativo de esto [de la naturaleza de Dios], ni de ninguna percepción ilustrativa de ello, sino que instintiva y necesariamente obtenemos placer sensual del olor de una rosa» (3.109). Mediante la apelación a un orden que en último caso es divino, Ruskin prueba así para su satisfacción, si no desgraciadamente para la nuestra, que las emociones estéticas son tanto uniformes como esenciales. En otras palabras, encuentra una razón teológica para sostener que «Las ideas de la belleza se hallan entre las más nobles que pueden ser presentadas ante la mente humana, exaltándola y purificándola invariablemente» (3.111). También da con la defensa perfecta del arte puesto que si se reconoce que la belleza es la imagen de Dios, entonces se puede fácilmente admitir que la pintura y la poesía que crean, representan e interpretan esta belleza son asimismo importantes.
De acuerdo con el segundo volumen de Pintores modernos, la belleza tipológica, «la simbolización de los atributos divinos en la materia» (4.210), presenta seis aspectos o modos: (1) la infinidad, o el tipo de la incomprensibilidad divina; (2) la unidad o el tipo de la comprensibilidad divina; (3) el reposo o el tipo de la permanencia divina; (4) la simetría o el tipo de la justicia divina; (5) la pureza o el tipo de la energía divina y (6) la moderación o el tipo del gobierno mediante la ley. Las nociones tradicionales de la belleza que Ruskin incorpora a su propia estética aparecen bajo estos seis encabezamientos, siendo su inclusión apropiada, puesto que la belleza tipológica es un aspecto del orden universal y aquellas teorías estéticas tradicionales que enfatizan la organización de la belleza o su dependencia con respecto al orden, encuentran aquí un lugar disponible.
El énfasis sobre el orden en la naturaleza y en la belleza fue corriente durante el siglo XVIII y fue a partir de los escritos dieciochescos de donde Ruskin recibió los detalles de su teoría. Numerosos de los significados del término central en la crítica neoclásica, «la naturaleza», se refieren a este tipo de orden. La naturaleza, por ejemplo, a menudo significaba el modelo o ley que funcionaba como un patrón, como cuando se daba el caso de que se hablaba de la naturaleza como una esencia platónica realizada imperfectamente o como un tipo o modo genérico. El sentido de la naturaleza como una realidad empírica observable en la humanidad, en el universo y en las conexiones entre los dos se localiza también frecuentemente en la crítica neoclásica. Aunque así resulta posible distinguir entre los varios usos del término «naturaleza» durante el siglo XVIII, no parece que muchos escritores separaran cuidadosamente las diversas acepciones o que fueran siempre de hecho conscientes de ellas. Independientemente de lo que los críticos quisieran transmitir a través del término, como norma general estaban de acuerdo en que esta naturaleza se sostenía gracias a un orden que debía ser imitado. Todos habrían asentido con «Ensayo sobre el hombre» de Pope (Pope's «Essay on Man») en el que:
The gen'ral order, since the whole began,
Is kept in nature, and is kept in Man.
El orden general desde que el todo comenzó
se conserva en la naturaleza así como en el hombre.
Este énfasis general en el orden en la naturaleza y su recreación o representación en el arte está relacionado con la idea de que la percepción de la organización es en sí misma placentera y de que dicho orden produce todo o parte del fenómeno de la belleza. De Piles, el traductor francés de la obra latina ampliamente leída sobre las artes hermanas de Du Fresnoy, De Arte Graphica, apoyó su exigencia del orden citando a los antiguos: «Nada deleita tanto al hombre como el orden (dice Jenofonte); y Horacio, en su Arte de la poesía, lo establece como regla» (Londres, 1750, 116). Francis Hutcheson, un esteta de comienzos del siglo XVIII, creía que el orden era una fuente de belleza tan importante que Locke y Newton, quienes habían percibido nuevas gestaciones acerca del orden en el hombre y en la naturaleza, podían ser legítimamente considerados como «reveladores» de la belleza (véase Una investigación sobre nuestras ideas de la belleza y la virtud, Londres, 1726, 34). Incluso John Dennis, que estaba implicado primordialmente en las emociones de la violencia en lo sublime, enfatizó la importancia del orden:
El trabajo de cada criatura razonable debe derivar su belleza de la regularidad, puesto que la razón es la regla y el orden, y nada puede ser irregular bien en nuestras concepciones o en nuestras acciones más allá de lo que se desvía de la regla, es decir, de la razón. Cuanto más perfecto se hace el hombre, más se parece a su creador, y cuanto más perfectos son los trabajos de los hombres, más se parecen a los de su hacedor. Ahora bien, los trabajos de Dios, aunque son infinitamente variados, son extremadamente regulares.
El universo es regular en todas sus partes y es a esa regularidad exacta a la que debe su belleza admirable. El microcosmos debe al orden la belleza y la salud tanto de su cuerpo como de su alma ["Las razones de la crítica en la poesía» (1704), Ensayos críticos del siglo XVIII, I, 102].
Ruskin, como Dennis, cree que el orden es la causa primaria de lo bello, o mejor, que el orden es en sí mismo bello. Esta creencia reside en el corazón de la teoría de Ruskin sobre la belleza tipológica. Al delinear esta teoría, Ruskin muestra que todas las formas de la belleza tipológica agradan porque estas formas simbolizan el orden divino en las cosas materiales. Asimismo, cuando explica las formas individuales de este tipo de belleza, evidencia que se relacionan con la visión de un orden universal atrayente.
En su capítulo sobre la belleza de la unidad, Ruskin incluye dos de las formulaciones tradicionales más comunes de la idea de que la belleza es orden. Primeramente suscribe a la teoría, popular durante todo el siglo XVIII, que lo bello es una mezcla adecuadamente compuesta por la unidad y la variedad, una idea que aparece en varios contextos y con un énfasis variable en todos los escritos de sus predecesores. En Una investigación sobre nuestras ideas de la belleza y la virtud, Francis Hutcheson, por ejemplo, quien habla no de la unidad sino de la uniformidad, constata que la belleza se puede definir con tanta precisión como la que Newton logró con la ciencia física y matemática. Según Hutcheson, «Lo que denominamos la belleza de los objetos, por hablar de acuerdo al estilo matemático, parece encontrarse en una proporción compuesta de uniformidad y de variedad; de tal modo que donde la uniformidad de los cuerpos es igual, la belleza es como la variedad, y donde la variedad es igual, la belleza es como la uniformidad» (17). Las pretensiones, similares a las de Hutcheson, resultan raras para el rigor matemático y la mayoría de los escritores no presentan definiciones igualmente cuidadosas. Henry Fuseli simplemente constata como parte de su definición de lo bello que consiste en la «unión de lo simple y de lo variado». Muchos autores a los que Ruskin conocía, recalcan sin embargo uno de los términos de esta ecuación estética, dependiendo de si desean enfatizar los placeres de la variedad o los creados por el principio unificador del orden. En «Ensayo sobre la crítica», Pope por ejemplo, remarca la importancia del orden, destacando así la unidad:
In Wit, as Nature, what affects our Hearts
Is not th'Exactness of peculiar Parts;
'Tis not a Lip, or Eye, we Beauty call,
But the joint force and full Result of all.
Thus when we view some well-proportion'd Dome,
(The World's just Wonder, and ev'n thine O Rome!)
No single Parts unequally surprize;
All comes united to th' admiring Eyes.
Tanto en el ingenio como en la naturaleza lo que afecta nuestros
corazones no es la exactitud de la peculiaridad de las partes;
no son los labios o los ojos, lo que llamamos belleza,
sino la fuerza conjunta y el pleno resultado de todo.
Por tanto, cuando vemos alguna bóveda bien proporcionada,
(El mundo es simplemente una maravilla, e incluso tú, ¡Oh Roma!)
Ninguna parte aislada sorprende por igual;
sino que todo se reunifica ante los ojos admirados.
[Edición Twickenham, eds. E. Audra y Aubrey Williams (Londres y New Haven, 1961), I, 267-268; ll. 243-250.]
El interés de Pope por una unidad ordenadora y envolvente está presente en otros autores con los que Ruskin estaba familiarizado. Abbe Winckelmann, cuyas Reflexiones sobre la pintura y la escultura de los griegos, Ruskin leyó o bien justo antes o justo después de escribir el segundo volumen de Pintores modernos, sostenía que la unidad es una de las ideas que «ennoblecen las bellezas más dispersas y débiles de nuestra naturaleza» (traducido al inglés por Henry Fuseli [Londres, 1765], 19). Hasta qué punto las concepciones de la belleza de Winckelmann descansan en la armonía y en la unidad queda claro a partir de su comentario de que «los cuerpos de los griegos, así como las obras de sus artistas, se enmarcaron dentro de un sistema más unitario, con una armonía más noble entre las partes y una completud del todo» (16) superior a la encontrada en cualquier arte o pueblo posterior. Aunque la obra de Winckelmann se conoce justamente por haber creado un interés en el arte griego, presentó este arte a sus contemporáneos en base a sus propias creencias relativas a la belleza del orden y de la unidad.
Al proponer la teoría de la unidad dentro de la variedad, Ruskin enfatiza el primer término, «unidad», y este énfasis en el elemento del orden constituye quizá un contraste intencionado a los escritos de su antiguo amigo y maestro, el artista J. D. Harding, cuyos Principios y práctica del arte (1845) habían constatado:
La variedad es esencial a la belleza y son tan inseparables que no puede existir la belleza donde no existe la variedad . . . Del mismo modo que la variedad es indispensable a la belleza, la belleza perfecta requiere que la variedad sea infinita. Es la variedad infinita la que constituye la perfección de la naturaleza y su carencia la que ocasiona que cada obra de arte sea imperfecta.
Según Harding, que cita «la línea de la belleza» de Hogarth, la manifestación visible de este principio de la variedad es la línea curva que debe por tanto ser la base de todo la belleza en el arte [pínchese sobre article, para acceder a un ensayo que ofrece una discusión más detallada sobre la relación de Ruskin con Harding]. Aunque Ruskin añada una condición final a la exaltación de la variedad de su profesor, respeta los puntos principales de Harding en su sección sobre la belleza tipológica de la infinitud. Ruskin, por ejemplo, asume «que todas las formas de belleza reconocidas están exclusivamente compuestas de curvas que serán, creo, permitidas de una vez . . . Lo que la curvatura es a las líneas, la gradación lo es a las sombras y a los colores. Es su infinitud lo que las divide en un número infinito de grados» (4.88, 89). A lo largo de todos sus escritos, enfatiza en connivencia con Harding que la variedad inagotable e infinita de la naturaleza es una de las características más hermosas e importantes.
Izquierda: J. M. W. Turner, Tormenta de nieve: barco de vapor frente a Harbour Mouth.
Derecha: El barco de esclavos (Título completo: Comerciantes de esclavos echando
por la borda a los muertos y moribundos).
La teoría de Ruskin sobre la variedad en lo bello remite directamente a su práctica como crítico de arte, puesto que juzga la belleza junto con la verdad de una pintura por su habilidad para transmitir las impresiones del cambio infinito en la naturaleza. Ruskin, quien cree que la naturaleza nunca se repite a sí misma (3.542), insiste en que «no hay ni una de sus sombras, tintes o líneas que no se halle en un estado de variación perpetua. No quiero decir en el tiempo sino en el espacio. No hay ninguna hoja en el mundo que tenga el mismo color visible por toda su superficie» (3.294). Por lo tanto, la invariación en el color o en el tono de una pintura que pretende transmitir una imagen de la naturaleza es tanto fea como falsa, y aquí critica Mercurio y el leñador de Salvador y Sinón ante Príamo de Claude [Galería nacional de Londres, Nos. 84 y 6] por retratar las rocas y las montañas con marrones monótonos e invariables. Turner, por oposición, ejercía «un poder inimitable» a la hora de variar el color «de tal manera que ningún retazo del lienzo se veía nunca privado de cambio, una melodía y una armonía en la que dominaba uno u otro» (3.293-294). En el primer volumen de Pintores modernos, ensalza por tanto no sólo la intensidad sino también la variación infinita de la paleta de Turner. Extrayendo sus ejemplos de excelencia de pinturas que los críticos de los periódicos habían atacado, elogia El barco de esclavos, Tormenta de nieve: barco de vapor frente a Harbour Mouth, Guerra, y Mercurio y Argos. De esta última escribe:
En Mercurio y Argos, el blanco grisáceo y perla rompe al azul pálido y vaporoso del cielo encendido, mientras el color dorado de la luz se calienta más o menos a medida que se aproxima o se retira del sol, pero, en ningún momento encontramos un grano de azul puro, sino que todo se atenúa y se vuelve más cálido simultáneamente gracias a la mezcla del gris con el dorado que alcanza el mismo cénit, donde atravesando la niebla laminada, el azul transparente y puro del cielo se expresa con un único y desmenuzado toque. La clave del todo está dada y cada una de sus partes pasa a la vez por el espacio encendido y aé. [3.292-93]
Tras describir la verdad y las bellezas del arte de Turner, recuerda al lector aquellas pinturas «con nombres resonantes vinculadas a las mismas» (3.293) en las que el cielo es un panel monótono de un gris invariable:
Una página después, Ruskin continúa:
Una masa montañosa vista contra la luz puede parecer al principio completamente azul, y de hecho es totalmente azul comparada con otras partes del paisaje. Pero obsérvese el modo de composición de ese azul. Hay sombras negras bajo los peñascos, hay sombras verdes a lo largo de los penachos de hierba, hay medias luces grises sobre las rocas, débiles toques de una luz prudentemente cálida y cautelosa por todo su contorno. Cada arbusto, cada piedra, cada penacho de musgo tiene algo que decir en el asunto y se une con un carácter individual a la voluntad universal. ¿Quién podría hacerlo como lo hace Turner? Los antiguos maestros habrían zanjado la cuestión inmediatamente con un gris transparente, agradable y monótono . . . Turner sólo proporcionaría incertidumbre, y un cambio palpitante y perpetuo . . . la unidad de acción con la infinidad del agente. [3.294]
La práctica de Ruskin como crítico de arte sugiere que independientemente de lo abstractos que puedan parecer en un principio los detalles de su estética teológica, estaban enraizados en la experiencia personal de la naturaleza y del arte. Como su profesor de pintura, cree que la variedad infinita de la naturaleza proporciona una acumulación de tesoros de los que todo gran artista toma prestado.
Pero en contraste con Harding, Ruskin cree que la variedad no es bella en sí misma y que «es un error que ha conducido a numerosos resultados desafortunados en materias relativas al arte, y a insistir en cualquier aspecto agradable e inherente de la variedad sin referencia a un fin ulterior» (4.96). Tras alabar la variedad en su capítulo sobre la infinitud, Ruskin añade como requisito en el capítulo sobre la unidad que únicamente la variedad unificada y ordenada es bella: «Por lo tanto es sólo la variedad armónica y musicalmente acorde, la variedad que es necesaria para asegurar y extender la unidad . . . la que es legítimamente agradable, y consecuentemente no digo que la variedad sea esencial para la belleza porque sólo lo es en un sentido secundario y casual» (4.96-97). Para Ruskin el énfasis definitivo debe reservarse para el elemento divino de la unidad, una de las leyes más importantes del universo. Un objeto hermoso, una obra de arte, un hombre saludable, una sociedad que funciona, la naturaleza física, y en último caso, Dios, todos alcanzan la perfección por la presencia necesaria de la unidad.
Por tanto, sobre lo necesario para la perfección de todas las cosas, cualquier apariencia, signo, tipo o sugerencia debe ser bello con independencia de donde aparezca, y la apariencia de algunas especies de unidad es, en el sentido más estricto de la palabra, esencial para la perfección de la belleza en cuanto a las líneas, colores o formas. [4.94].
De hecho, es a partir de la necesidad de esta unidad perfeccionadora de donde Ruskin deduce la imperiosidad de la variedad, puesto que según él, si diferentes cosas deben crear una unidad, «debe haber una diferencia de variedad . . . De ahí que a partir de la necesidad de la unidad, surja la de la variedad» (4.95-96). En consecuencia, la unidad, esto es, la organización como símbolo y manifestación de un orden eterno, es el término fundamental de la fórmula estética de Ruskin, que raramente enfatiza la variedad aisladamente (rarely emphasizes variety alone).
Todo el arte superior encarna necesariamente esta «Unidad esencial» que liga «objetos separadamente imperfectos en un todo perfecto» (4.95). En una pintura delicada cada aspecto técnico, cada expresión y cada motivo contribuye con su fuerza a crear un todo unificado, una obra completa de arte. Por ejemplo, los matices infinitamente variados de Mercurio y Argos de Turner se tornan bellos no porque el pintor utilice azules junto con «un blanco grisáceo y perla», sino porque hace que cada tinte se hermane armoniosamente con los otros. Asimismo, todas las líneas, todos los colores, deben contribuir a esta «unidad esencial de integración» (4.95). La discusión más extensa de Ruskin de este aspecto de la pintura acontece en el quinto volumen de Pintores modernos donde explica la teoría y la práctica de la composición. Su definición revela que para él el más supremo de los dones del artista crea la unidad de belleza: «El mejor modo de definir a la composición», constata, «es hacerlo como la ayuda recibida por todo lo circundante dentro de la pintura» (7.205), o de nuevo, «significa una organización en la que todo en la obra resulta consistente y útil para con el resto de las cosas» (7.208-209). Posteriormente señala que «una gran composición siempre incluye un propósito emocional protagónico, técnicamente denominado su motivo, con el que todas las líneas y formas guardan alguna relación» (7.217). Y además explica que mientras las líneas ondeantes expresan acción, las horizontales o angulares expresan quietud y resistencia. Tras examinar un ejemplo de reposo, Ruskin propone ilustrar la unidad esencial de «una composición en la que el motivo es el del tumulto: el de La caída de Shaffhausen» (7.22l; ilustración opuesta a la 222). Merece la pena citar la mayor parte de este estudio composicional porque no sólo demuestra que Ruskin fue un crítico sorprendentemente perceptivo de Turner, sino porque muestra también cómo derivó directamente sus teorías sobre la belleza de la práctica del arte:
En la realidad, la línea de caída es recta y monótona. Turner quiere que se sienta completamente el gran campo de acción cóncavo y la precipitación del río a pesar de la continuidad de la forma. La columna de la vaporización, las rocas, los molinos y la orilla, todos resplandecen como un adorno de plumas que barre conjuntamente alrededor de enormes curvas hacia la izquierda donde el grupo de figuras, apresurándose en torno al transbordador, se eleva como el salto brusco de un vaporizador. También emiten una intensa luz como si quisieran componer un ramillete perfectamente encadenado con los dos gendarmes y las piedras de molino, siendo éstas, situadas al fondo, la raíz, mientras los dos soldados permanecen a la derecha y a la izquierda para sostener la ramificación de las figuras que están más allá, equilibradas del mismo modo que lo estaría la rama de un árbol.
Uno de los gendarmes está flirteando con una joven dama que porta una gorra redonda y viste de manga larga, simulando que quiere que le enseñe lo que tiene en la caja de cartón. El motivo del coqueteo es ante todo, por lo que respecta a Turner, la caja de cartón: ésta junto con las piedras del molino situadas debajo, resultan en una serie de líneas cóncavas que concentradas por medio de los soldados recostados, intensifican el ámbito poco profundo de la caída, precisamente como los círculos sobre la piedra producen los remolinos del Loira. La ejecución de estas curvas de la derecha se alcanza mediante la pequeña bandeja de huevos, dejada para lavar en el manantial; y puesto que todas estas líneas cóncavas son demasiado pausadas por su posición yaciente, los barriles tambaleantes se localizan en la izquierda, y la cubeta de leche mal equilibrada en la derecha para generar un sentimiento global de cómo unas cosas se caen rodando sobre otras. Los objetos que van a proporcionar este sentido de caída son de color oscuro para insinuar la manera mediante la cual la catarata cae rodando sobre los peñascos rocosos, mientras que las formas que van a suministrar el sentido de su fuerza arrolladora son blancas. El pequeño manantial, salpicando desde su abrevadero de pino, contrasta con el poder de la caída, al tiempo que da la impresión general de rociar agua. [7.221-22].
Las imágenes de Turner de la gente, del agua y de las rocas están construidas para provocar una impresión de la escena íntegramente emocional, puesto que en este trabajo al igual que en toda la gran pintura, los detalles más diminutos contribuyen en un todo que con diferencia es superior a la suma de las partes.
Tras explicar la teoría de la unidad dentro de la variedad, Ruskin procede con su segunda formulación estética del orden, la teoría de que la proporción es la belleza. Deriva la proporción, la relación ordenada de las cantidades, de una forma de unidad diferente de la mencionada en relación con la belleza de la unidad y de la variedad. La belleza de la unidad y de la variedad surge cuando «una variedad armónica y musicalmente acorde» crea la unidad de la integración, «esa unidad de las cosas que separadamente son imperfectas y que se unen para formar un todo perfecto» (4.95). Por otra parte, la proporción crea una unidad de secuencia, una unidad que es el principio ordenador de los objetos cambiantes y en desarrollo. Siguiendo su procedimiento usual, Ruskin explica cómo este tipo de belleza típica simboliza un principio del mundo físico y moral. Así, la unidad de secuencia
es la de las cosas que forman los eslabones en las cadenas, las pisadas en los ascensos y las etapas en los viajes, y esto en la materia, es la unidad de las fuerzas comunicantes en su prolongación de la una a la otra, y es la transición hacia arriba y hacia abajo de los efectos beneficiosos entre todas las cosas, la melodía de los sonidos, la continuidad de las líneas, y la sucesión ordenada de los movimientos y las épocas. Y en las criaturas espirituales es la constante acumulación mediante el verdadero conocimiento y el razonamiento perpetuo hasta la perfección más elevada, así como la sinceridad y la franqueza de sus tendencias hasta la comunión más completa con Dios. [4.94-95]
La unidad que resulta de esta variedad melódica aparece por todo el mundo donde el hombre habita, y en cada caso su manifestación es el efecto simultáneo y el símbolo, o tipo, de la ley universal divinamente creada. «El mejor modo de ejemplificar» los agradables efectos de este tipo de variedad en la unidad de la secuencia «es a través de las melodías musicales, cuyas diferencias en las notas hacen que se conecten mutuamente mediante relaciones relativamente gratas. Esta conexión, cuando ocurre cuantitativamente, es la proporción» (4.102). Las proporciones que inspiran al cuerpo humano, a las obras de arte y a todas las cosas bellas son, en términos ruskinianos, la música o la melodía de las cantidades, mientras la melodía recíprocamente es la proporción de sonidos. Cuando Ruskin discute así sobre la proporción y la música como si fueran manifestaciones de la misma ley de la naturaleza, continúa con la tradición que Pitágoras y Platón originaron, cuyo máxima complejidad se desarrolló durante el Renacimiento italiano, y que posteriormente a medida que se olvidaron sus bases metafísicas y matemáticas durante el siglo XVIII, se disolvió gradualmente hasta extinguirse. Aunque Ruskin menciona El Timeo, la fuente platónica de las antiguas teorías de la proporción en su sección sobre la belleza de la unidad y la variedad, aparentemente no se da cuenta de la importancia tradicional que tiene para las ideas de la proporción, puesto que omite este diálogo en su propia discusión sobre el tema. Su conocimiento de la teoría de las proporciones en el momento en que escribió el segundo volumen de Pintores modernos se limitaba a las afirmaciones de los escritores ingleses y continentales con los que Ruskin estaba familiarizado, incluidos Addison, Johnson, y Winckelmann, quienes declararon que la proporción era una parte importante de la belleza. En su serie sobre «Los placeres de la imaginación» (1712) Addison incluye la proporción como una de las fuentes de ese deleite secreto que la belleza causa, y durante la segunda mitad del siglo, Dr. Johnson ofreció su primera definición de lo bello en su Diccionario: «esa acumulación de gracias, o partes proporcionadas que agradan a la vista». Winckelmann, partidario de la belleza calma, ordenada y clásica, constató que «La belleza consiste en la armonía de las diversas partes de un individuo» y debido a su insistencia en que «La naturaleza conserva la simetría», parece claro que la proporcionalidad es una de las fuentes principales de esta armonía (Reflexiones, 259, 157).
Addison, Johnson, y Winckelmann son los herederos dieciochescos de un legado casi desaparecido de arquitectos y teóricos estéticos italianos. En sus Principios arquitectónicos en la edad del Humanismo (1949), Rudolph Wittkower ha demostrado que Alberti, Palladio y otros arquitectos italianos de los siglos XV y XVI basaron sus elaborados sistemas sobre la proporción en las concepciones pitagóricas de la armonía musical conocidas por medio de El Timeo de Platón, el comentario de Ficino sobre El Timeo y el tratado medieval de Boecio, De Musica (tercera edición Londres, 1962; 23, 111-112. Mis discusiones sobre la proporción dependen del estudio del profesor Wittkower). El descubrimiento de Pitágoras de que las relaciones aritméticas y geométricas eran el principio organizador de la octava musical le convencieron de que el número era la ley primordial de la existencia, el principio cuya percepción revelaba la unidad en la multiplicidad, el orden dentro del aparente desorden. Seguro de que estos descubrimientos pitagóricos guardaban la llave del universo, los arquitectos renacentistas creyeron que el número, la geometría y la música eran las apariencias variables de un único principio, por lo que utilizaron estos términos intercambiablemente, y hablaron de los edificios como si se tratara de música espacial. Alberti y Palladio asumieron que el mismo orden musical y matemático sostiene a la naturaleza y al hombre y que al llevar esto a cabo, refleja la imagen de Dios en las cosas materiales. Puesto que las leyes del número armónico impregnan todo, estos teóricos llegaron a la conclusión de que estas leyes debían también existir en el alma humana. Y dado que el alma humana es análogamente una imagen menor del orden mayor que se extiende por todas partes, el alma instintivamente responde a otras manifestaciones del orden de Dios y encuentra hermosas estas otras armonías. La afinidad natural entre las almas permite al hombre instintivamente disfrutar de la armonía, permitiendo así al ser humano recrear el concierto divino y natural en el arte y en la arquitectura humanos. Estos arquitectos respectivamente suscriben las definiciones matemáticas de la belleza. Palladio constata que, y aquí está de acuerdo con Alberti, «la belleza resulta de la belleza de la forma y de la correspondencia del todo con las partes, de las partes entre sí mismas, y de éstas de nuevo con el todo» (citado por Wittkower, 21-22). Para Alberti, Palladio y otros teóricos renacentistas, las fuentes de la belleza de este orden fueron simplemente tres porcentajes matemáticos, aquellos que producen los medios aritméticos, geométricos y «armónicos» entre los dos extremos. En la práctica estos medios se utilizaron para proveer las dimensiones adecuadas de los detalles y otros elementos arquitectónicos (107-113). Los escultores y los pintores también intentaron, aunque con menos éxito, derivar los sistemas proporcionales del cuerpo humano que reflejarían el mismo orden de Dios en la naturaleza descubierto por los arquitectos.
Estos teóricos fueron la fuente de las ideas del siglo XVIII acerca de la proporción como belleza. Pero aunque los pintores, los arquitectos y los escultores del siglo XVIII a menudo trabajaron a partir de copias de libros renacentistas sobre las proporciones, los artistas ignoraban los medios por los cuales éstas se alcanzaban. Como William Gilpin, que proclamó la estética de una belleza irregular y «pintoresca», señaló en 1792: «El secreto se ha perdido. Los antiguos lo poseían . . . Si pudiéramos descubrir sus principios sobre la proporción . . . ». A medida que las fuentes teóricas sobre la proporción se olvidaron, los estetas comenzaron a ofrecer otras explicaciones para la relación entre la proporción y la belleza. Hume, por ejemplo, que dedujo la belleza a partir de la utilidad, pensó que las proporciones son bellas sólo cuando se relacionan con la utilidad de un fin (véase Investigación sobre los principios de la moral, 40-42), mientras que Alison, el asociacionista, defendía que las proporciones son completamente arbitrarias y bellas sólo porque resultan familiares por medio de la costumbre y por tanto de la asociación (Ensayos sobre la naturaleza y los principios del gusto, II, 137). Edmund Burke, contra quien Ruskin en parte dirigió su discusión sobre la estética de la proporción, fue incluso más allá hasta negar que las proporciones eran hermosas. El primer argumento de Burke en contra de la identificación entre la proporción y la belleza es que «La proporción se relaciona casi totalmente por conveniencia, como toda idea del orden parece hacer. De ahí que se deba considerar como una criatura del entendimiento en vez de cómo una causa primaria que actúa sobre los sentidos y la imaginación. No es mediante la fuerza de una atención y una investigación prolongada por lo que encontramos bello a un objeto» (92). Este argumento se construye alrededor de cuatro puntos, ninguno de los cuales parece necesariamente estar unido a los otros de modo lógico. Ante todo, Burke asume que la proporción se asocia con la conveniencia, es decir, que la proporción es una cuestión de utilidad. Esta suposición de que la proporción debe necesariamente conectarse con el uso revela su ignorancia acerca de las antiguas teorías de la proporción. En segundo lugar, Burke conjetura, igualmente ajeno a la antigua estética, que el orden se relaciona idénticamente con la utilidad, y en tercer lugar, da por sentado que no se puede disfrutar del orden estéticamente sin hacer referencia al uso. Cuarto, confunde el descubrimiento de una proporción con el regocijo ante el mismo cuando constata que las proporciones sólo se pueden percibir mediante el entendimiento, por oposición a la belleza que se recibe y disfruta instintivamente. El segundo argumento principal de Burke es que, dado que las diferentes especies animales tienen diversas proporciones y que cada especie tiene su propia belleza, la proporción por tanto no puede contribuir a la belleza. En otras palabras, Burke asume, más bien ilógicamente, que puesto que no se encuentra una simetría o un conjunto de proporciones en todas las cosas hermosas, ésta no puede ser la base de la belleza. Como toque final, Burke intenta conjugar su método común de reducir las ideas de sus oponentes al absurdo con un ataque a la proposición de que las proporciones encontradas en el cuerpo humano se utilizan en la arquitectura:
Desde hace mucho se ha dicho y nos hemos hecho eco de ello . . . que las proporciones de la construcción se han tomado del cuerpo humano. Para completar esta analogía forzada, representan un hombre con sus brazos levantados y extendidos a lo largo, y luego describen una especie de cuadrado, como si se formara por medio de las líneas que pasan por lo largo de las extremidades de esta extraña figura. Pero para mí queda completamente claro que la figura humana nunca suplió al arquitecto con ninguna de sus ideas, puesto que en primer lugar, es muy raro ver a los hombres en esta postura tan tensa.
La ingenuidad de Burke, bien sea asumida o real, revela el grado hasta el cual se han olvidado las antiguas teorías sobre la proporción.
Ruskin no contesta a esta última objeción de Burke, y también ignora su primer argumento, que puede omitir porque ya ha mostrado que el orden no está relacionado con la utilidad y que se percibe y disfruta instintivamente al igual que la belleza. Con respecto a la segunda objeción de su predecesor, Ruskin sin embargo menciona el «curioso error de Burke al imaginar que ante su incapacidad para componer una proporción dada de líneas de un modo superior al resto, la proporción carecía en absoluto de valor o de influencia. Sería como concluir con que no existe tal cosa como la melodía en la música sólo porque no se puede componer ninguna melodía como si fuera la mejor» (4.108). Su uso de la analogía musical demuestra directamente cómo las ideas de Ruskin sobre la proporción son tan similares como diferentes con respecto a las ideas renacentistas. Para Alberti y Paladio, la armonía musical es la incorporación del orden, igual que lo es para Ruskin, pero mientras los teóricos anteriores mencionan la armonía en relación con la proporción, Ruskin habla de la armonía en relación con sus ideas sobre la unidad en medio de la variedad. Para Ruskin, la proporción se representa no mediante la armonía, sino mediante la melodía, no mediante el elemento ordenador que la razón percibe sino mediante la conexión melódica que la imaginación crea y percibe. Cuando Ruskin establece analogías musicales, como hace frecuentemente por todo la obra de Pintores modernos, la música no representa un orden racionalmente percibido y recreable, sino la expresión de la imaginación que sobrepasa la razón. Hay un orden, un orden emocional e imaginativo en la melodía y la proporción, pero no es el orden del número.
En su discusión de Burke, Ruskin se concentra en la relación de qué es lo adecuado para la proporción, propia de su predecesor, y admite que Burke tenía en parte razón en que un tipo de proporción, la proporción constructiva, está relacionada con el uso. La proporción constructiva, de una importancia primordial para la arquitectura, es el porcentaje de la fuerza, la cantidad y el propósito vinculante de los materiales. Aunque para el observador erudito, el porcentaje apropiado de estos tres factores parecerá agradable, el placer que este porcentaje produce surge del reconocimiento consciente de la habilidad y no constituye una reacción innata como la que caracteriza a la percepción de la belleza.
La segunda forma de la proporción, la que le importa verdaderamente a Ruskin, es la proporción aparente, que «acontece entre cantidades cuyo fin consiste solamente en la conexión, careciendo de cualquier propósito último o de necesidad causal» (4.102). Esta proporción aparente, una ley de la naturaleza, «que en sí misma es, aparentemente, el fin de la operación para las múltiples fuerzas de la naturaleza, se encuentra por tanto en la raíz de todo nuestro deleite respecto a cualquier manifestación hermosa» (4.107-108). La proporción aparente entonces, que iguala en tantos modos a las teorías proporcionales del Renacimiento, es la que crea la unidad de la secuencia. Puesto que las explicaciones teológicas y estéticas de Ruskin sobre la proporción son tan parecidas a las de Alberti y Paladio, resulta particularmente irónico que condenara tan duramente una arquitectura que incorporaba sus propias creencias sobre la belleza. Pero la verdadera ironía de la falta de reconocimiento por parte de Ruskin señala con demasiada claridad dos aspectos, hasta qué punto el siglo XIX olvidó las teorías tradicionales sobre el orden estético, y el grado de conservadurismo de su énfasis en la belleza que hay en el orden.
Esta creencia en la importancia y en la belleza del orden también nutre el breve capítulo de Ruskin sobre la belleza tipológica de la simetría. La mayoría de los escritores continentales e ingleses, tales como Alberti, Congreve y Johnson que mencionan la relación de la simetría y la belleza, consideran la simetría un aspecto de la proporción. En su «Discurso sobre la oda pindárica» (1706) William Congreve escribió que «No se puede llamar hermoso a nada que carezca de proporción. Cuando la simetría y la armonía faltan, no se puede deleitar ni la vista ni el oído» (Ensayos críticos del siglo XVIII, I, 146). En su afirmación, Congreve, al igual que la mayoría de los autores, aparentemente utiliza los términos sinónimamente y en el Diccionario Dr. Johnson presenta la simetría y la proporción como sinónimos. Pero Ruskin, a diferencia de aquellos que le precedieron, diferencia entre estas dos formas de orden estético: «La simetría es la oposición de cantidades iguales, mientras que la proporción es la conexión de cantidades desiguales. La propiedad de un árbol con ramas iguales en los lados opuestos es simétrica; la presencia de ramas más cortas y más pequeñas hacia la copa, proporcional» (4.125-126). La proporción, la relación entre las cosas cambiantes en desarrollo, crea la unidad de la secuencia, mientras que la simetría, que es estática, crea la oposición y el equilibrio. En otras palabras, la proporción es un orden cinético, la simetría un orden estático. Ruskin enfatiza que este «equilibrio recíproco» y necesario se forma no sólo mediante la oposición de cosas idénticas, sino mediante cosas que se equilibran entre ellas mismas: «La igualdad absoluta no es necesaria y menos la similitud absoluta. Una masa de color subyugado se puede equilibrar mediante un punto de color poderoso» (4.125). Ruskin declara que encuentra raro que se haya podido pensar que tal equilibrio estético sea sinónimo de la proporción, pero la explicación es simple y yace en el hecho de que mientras considera que únicamente la simetría es una forma de equilibrio, los escritores anteriores estimaban que tanto la simetría como la proporción lo eran. En realidad, esta identificación temprana de ambos términos aparece en Ética a Nicómaco de Aristóteles, fuente importante en la concepción moral de Ruskin sobre la simetría.
Siguiendo con su modo de actuar, Ruskin deriva esta forma de orden estético de las leyes morales que, a su vez, proceden de la naturaleza de Dios. Por consiguiente, la simetría es el tipo de justicia divina. La sugerencia de Ruskin de que la simetría puede en parte ser agradable debido a su relación con la noción aristotélica de la justicia abstracta proporciona al lector varias pistas relativas tanto a la fuente como a la naturaleza de la concepción moral de Ruskin sobre la simetría. Primeramente, está su cita sobre la idea de Aristóteles de la justicia abstracta. En La Ética, Aristóteles afirma que la justicia es recibir aquello que se merece según la valía de cada uno. El filósofo explica su concepción de la justicia comparando lo que es justo para dos personas diferentes. Así, puesto que la persona A y la persona B debería recibir cada una lo que es equivalente a su mérito, las recompensas A' estarán relacionadas del siguiente modo: A + A' = B + B'. Aristóteles concluye que «Esto entonces es lo que es justo, lo proporcional; lo injusto es lo que viola la proporción» (Obras básicas, ed. Richard McKeon, Nueva York, 1941, 1007). Aristóteles presenta aquí la proporción como equilibrio, y el equilibrio proporcionado de las recompensas y los méritos como la justicia. Excepto cuando Ruskin escribe sobre la simetría y no sobre la proporción, aunque aparentemente quiere decir lo mismo que Aristóteles, toma la noción de la justicia del filósofo, para, a partir de esta noción de la justicia extraída de la naturaleza divina, explicar la naturaleza moral de la simetría.
La Ética también aclara la teoría de Ruskin sobre la belleza tipológica de la simetría. Toda la teoría de Aristóteles sobre las virtudes se basa en el reconocimiento de lo que W. D. Ross denomina «la necesidad de introducir un sistema, o como dice Aristóteles, la simetría en las numerosas tendencias que existen dentro de nosotros» (Aristóteles: una exposición completa de sus obras y su pensamiento. Nueva York, 1959. 191-192. En su propia traducción, Ross utiliza «proporcionada» [Obras básicas, 954]). La virtud del coraje, por ejemplo, es un medio que equilibra la deficiencia de la cobardía frente al exceso de temeridad. Mientras la simetría no es por tanto en sí misma una virtud, constituye un principio en toda virtud. Esta concepción de la simetría parece penetrar la noción de Ruskin sobre la belleza tipológica de la simetría. Afirma que ésta «es más bien un modo de organización de cualidades más que una cualidad propiamente dicha» (4.126), de ahí que ejerza poco poder sobre la mente a menos que se conecte a otras bellezas. En consecuencia Ruskin relaciona la simetría con la belleza, igual que Aristóteles la relaciona con las formas de la virtud, como un principio de orden que crea la cualidad deseada. Si la simetría del medio es necesaria para la dignidad del hombre, también la simetría lo es para «la dignidad de cada forma» (4.126) en el arte. El orden, representativo de la organización moral de la que en último caso deriva, es la fuente de esta belleza de la simetría:
El orden en el equilibrio y en la disposición es esencial para la operación perfecta de las cualidades más entusiastas y solemnes de lo bello, como lo celestial en la naturaleza y lo contrario a la violencia y a la desorganización del pecado. Por lo tanto, la búsqueda de éstos y la sumisión ante los mismos, es característica de las mentes que han sido sometidas a una elevada disciplina moral (4.126-127).
De este modo, Ruskin añade un sabor evangélico anglicano a sus fuentes aristotélicas, relacionando la belleza de la simetría con el equilibrio de la justicia divina y de la rectitud conductual entre los hombres.
A partir de su teoría de la belleza típica de la simetría, Ruskin deduce el valor del equilibrio en el arte, alabando en concreto los agrupamientos simétricos que Giotto, Ghirlandajo y Tintoretto utilizan. Por otra parte, aunque cuidadosamente se dedica a postular su teoría de la belleza en la proporción, ninguno de estos criterios prácticos procede de su belleza tipológica. Puesto que cree que las proporciones «son tan infinitas . . . como la posibilidad de las tonalidades en la música» (8.163), no puede defender ningún otro sistema proporcional para las artes. La relación de este aspecto de su teoría estética con su práctica como crítico no aparece en las prohibiciones para la belleza sino en sus delicados análisis de la arquitectura. En Las piedras de Venecia, por ejemplo, detalla las mediciones de San Donato en Murano, descubriendo que la distancia entre las columnas en el ábside de la iglesia da lugar a un módulo que sus constructores utilizaron por todo el edificio: el ancho de la nave lateral mide dos veces el intervalo entre las columnas, el ala cruciforme tres veces, y la nave cuatro (10.46). Además, determina otras gradaciones proporcionales según la longitud de las propias columnas. Así, la firme creencia de Ruskin en la belleza del orden le anima a buscar el orden en la belleza arquitectónica, generando un método de práctica crítica, cuando no artística.
Este mismo énfasis en el orden, apropiado y quizá esperable en una teoría estética que presentó como parte de una metafísica, aparece en las tres ramas restantes de la belleza tipológica, el reposo, la moderación y la pureza. Mientras que la unidad dentro de la variedad, la proporción y la simetría son en sí mismas formas de orden, el reposo y la moderación son cualidades producidas mediante el orden o asociadas con él. Como el solitario en «La excursión» de Wordsworth, un poema muy querido por Ruskin en este punto de su carrera, él también enfatiza
The universal instinct of repose,
The longing for confirmed tranquillity,
Inward and outward.
El instinto universal del reposo,
El anhelo por la tranquilidad confirmada,
interior y exterior. [Obras, V, 87]
Ruskin cita estas líneas en una anotación a un capítulo sobre el reposo, añadiendo: «Pero compara con cuidado (puesto que se han puesto estas palabras en la boca de alguien cuyo pensamiento está enfermo y desencaminado en su búsqueda) el comienzo del libro noveno, y observa la diferencia entre el moho de la inacción, la somnolencia de la muerte y la paciencia de los santos, y el resto del eterno Sabath. Rev. xiv. 13» (4.117n).
Todo el arte, dice Ruskin, debe contener un elemento de reposo, el símbolo de la permanencia divina. Este elemento de reposo puede ser «la simple apariencia de la permanencia y la quietud» (4.1l4), o puede ser el reposo propiamente dicho, «el resto de las cosas en las que existe la vitalidad o la capacidad del movimiento real o imaginado» (4.1l4). Parecería que el reposo responde a los anhelos de la paz, la estabilidad y el orden, tanto en la vida como en el arte, «En la arquitectura, la música, la conducta, la danza, en cualquier arte, grande o mezquino, todavía existen grados de grandeza o mezquindad que dependen completamente de esta única cualidad del reposo» (4.119). Ruskin cree que éste simboliza la permanencia divina, ese aspecto de la naturaleza de Dios que contrasta enormemente con el cambio y el esfuerzo de la existencia humana:
Por oposición a la pasión, al cambio, a la totalidad, o al sobresfuerzo laborioso, el reposo es la característica especial y distintiva de la mente y el poder eternos. Es el «yo soy» del creador frente al «llego a ser» de todas las criaturas. Es asimismo el signo del conocimiento supremo incapaz de sorprenderse, el poder supremo incapaz de trabajar, la volición suprema incapaz de transformarse, es el sosiego de las vigas de las alcobas eternas tendidas sobre las aguas variables de las criaturas ministeriales (4.113).
En este sentido, la paz y la permanencia son los aspectos del orden que gustan a los hombres cambiantes que siempre desean la calma de la buena disposición.
La experiencia que ocasionó la teoría de Ruskin sobre la belleza tipológica, fue el espectáculo de las puntas rocosas de la montaña «en calma», en medio de la tormenta que se contorsionaba y gemía, lo que le movió a la visión de «la paz de Dios» (4.364), y que a lo largo de sus escritos se deleitara en las impresiones de reposo. Rosenberg ha sugerido que
en el arte como en la vida, Ruskin se sintió fundamentalmente conmovido ante este tipo de belleza que posee la lejanía . . . inamovible de la muerte . . . La paz, la juventud y la muerte siempre se asociaron con los momentos de Ruskin de mayor profundidad en el sentimiento: con la belleza 'similar al mármol' de la muchacha en Turín, que yace inmóvil en la arena, 'como una Níobe fallecida', con las chicas de Winnington, estáticas e inocentes, mientras escuchaban música, con el descanso perfecto de la figura de Della Quercia sobre la durmiente Ilaria di Caretto, a la que amaba por encima de las otras estatuas [El oscurecimiento del espejo, 205].
Izquierda: Jacobo della Quercia, Ilaria di Caretto. Derecha: H. Wallis, La muerte
de Chatterton [esta imagen no aparece en la edición impresa; pínchese sobre
las imágenes para agrandarlas].
El elogio de Ruskin al monumento sepulcral de della Quercia, Ilaria di Caretto, su atención cuidadosa a la escultura mortuoria en Las piedras de Venecia, y su fuerte aprobación a La muerte de Chatterton de Wallis y a Ofelia de Millais (Ophelia), todos ellos abogan a favor de la opinión de Rosenberg. Simultáneamente, el amor de Ruskin por la intensidad e infinitud de las diversas tonalidades de la naturaleza (y de su profeta Turner) no permite aceptar la idea de que tal belleza fuera la que le conmovió más profundamente, especialmente si se recuerda que en su visión de los Alpes, como el arte de Turner, se mezclaba el tumulto con la calma, el cambio con la permanencia, el conflicto con la paz.
Sin embargo es cierto que sus escritos sobre el arte, la sociedad y el ser revelan con frecuencia un intenso anhelo por la paz y la permanencia. En una ocasión escribió que «los griegos podían permanecer en el surco tríglifo y estar tranquilos, pero la obra del corazón gótico sigue siendo las grecas, que no pueden ni descansar ni en su trabajo ni desde él, sino que sin desvelarse deben continuar hasta que su amor por el cambio sea pacificado para siempre en la transformación que debe venir tanto para los que están despiertos como para los que están dormidos» (10.214). Ruskin tenía un alma gótica pero deseaba continuamente convertirse por lo menos parcialmente en un griego. Sus escritos sobre el arte, sus obras completas, de hecho su vida, aparece retrospectivamente como una peregrinación sin descanso, un viaje continuo de exploración y descubrimiento, puesto que los objetivos del progreso de Ruskin, el peregrino, al igual que los fines de su guerra sagrada, a menudo cambiaron o se evaporaron. En particular, Pintores modernos, un emblema de transformación, creció y se remodeló, conduciéndole por muchas facetas de la vida y del arte sobre las que en un principio no se había percatado. La publicación del segundo volumen en 1846 y sus revisiones ulteriores del primero revelan que su defensa del arte fue una obra en progreso, constante, en continuo cambio que perpetuamente incorporó nuevos descubrimientos, encarnó actitudes en desarrollo y finalizó, diecisiete años después de haber comenzado, mucho tiempo después y muy diferente a cómo su autor había esperado en un primer momento. Desde luego, en Pintores modernos hay muchos temas centrales que en parte determinaron su forma, una forma algunas veces inesperada pero siempre relevante para los propósitos principales. Ciertamente, un orden, la unidad del tipo que Ruskin exigía, existe en su obra, pero es el orden de una entidad mudable, creciente como la unidad de un organismo vivo, como la unidad de la propia vida de Ruskin: compleja y siempre en transición.
Por lo tanto no resulta sorprendente que un hombre consciente de su propia mutabilidad, un hombre angustiado por los efectos crueles del tiempo sobre los individuos y sus creaciones, suspirara por signos de permanencia y de paz en el arte. Su elogio de Dante, su artista ideal que aunque intensamente emocional permanece impertérrito, constituye por ello no sólo la revisión que Ruskin lleva a cabo sobre las concepciones románticas del poeta sino también una meta muy deseada para sí mismo, a pesar de ser inalcanzable (unattainable, ideal for himself).
Esta añoranza por el reposo se introduce tanto en su estética como en su crítica práctica, coloreando sus preferencias por el tema, la iluminación, la composición y el efecto emocional. Ruskin, que se deleitaba con imágenes sobre el descanso eterno de los hombres y de las montañas, desaprobaba intensamente la mayoría de los retratos sobre la violencia o la emoción violenta en el arte. Se dio cuenta como Lessing de que el poder del arte para fijar las imágenes de emociones transitorias desembocaba, cada vez con más frecuencia, en lo ridículo y en lo horrible que en lo bello. Despreciando a Lacooonte, encontró los mármoles de Elgin, en concreto el Teseo, representaciones ideales sobre la belleza reposada (4.119). Asimismo, criticó el intento de Rafael por retratar la desesperación intensa en La matanza de los inocentes (4.204), y entre sus contemporáneos, criticó la morbosidad de Demasiado tarde de William Windus (14.233-234). En la pintura más bien desafortunada de Windus (véase la lámina 16), que exhibió en la Academia real en 1859, podemos observar lo peor del patetismo victoriano, justo sobre lo que Ruskin estaba intentando disuadir: un hombre joven ha regresado demasiado tarde a ver a su amada, que con las mejillas descarnadas, está muriendo a causa de tuberculosis y se sostiene débilmente con un bastón, mientras su amado entierra la cabeza en sus brazos y una niña pequeña le observa reprochándoselo. [Pínchese sobre el enlace discussion, para ahondar en un comentario sobre la discusión de Ruskin, su efecto en el artista y sus opiniones sobre el estado psicológico].
Los otros modos de belleza tipológica de Ruskin crean los criterios técnicos específicos del reposo. En su capítulo sobre la infinitud, Ruskin, que sólo denostaba la iluminación dramática de Rembrandt, enalteció la iluminación difusa y «la preciosidad del cielo luminoso» (4.86). También percibe que esta iluminación está estrechamente vinculada con la representación de una distancia luminosa, ejemplificada por los pintores de comienzos del Renacimiento florentino (4.84-85). Asimismo, tanto la simetría como la proporción que generan un orden visual en la pintura, ayudan al efecto del reposo.
La pureza, que de modo menos obvio comparte el énfasis de Ruskin en el orden, es el tipo de energía divina, y su mejor ejemplo es la luz, «no toda la luz, sino la luz que posee las cualidades universales de la belleza, difusa o infinita más que en puntos; tranquila, no asombrosa y variable; pura, no empañada u oprimida» (4.128). La pureza, referida a Dios, no puede significar la ausencia de pecado porque según Ruskin, no se puede definir a Dios mediante negativas. Por lo tanto aclara que la pureza debe significar algún tipo de energía y a partir de sus comentarios sobre la naturaleza tranquila y constante de la belleza de la luz, parecería que la pureza se refiere específicamente a la restricción de la energía divina. Si esta interpretación de su idea de la pureza es correcta, entonces la pureza, tomada de este modo para expresar energía contenida, encuentra rápidamente un lugar en su estética del orden junto a las otras ramas de la belleza tipológica.
Sus comentarios sobre la luz difusa o infinita sugieren aún más que este modo de la belleza está íntimamente conectado con la belleza típica del infinito, pero mientras que este otro modo de belleza se interesa fundamentalmente por la luz considerada como iluminación, la pureza se encarga de la luz como color. A lo largo de su carrera, Ruskin asocia estrechamente la pureza con el color, estableciendo varias veces una justificación teológica para este vínculo. En el último volumen de Pintores modernos, por ejemplo, insiste en que el color «es el elemento purificador o santificador de la belleza material» (7.417n), e intenta apoyar esta reivindicación apelando al uso del hisopo escarlata, que según el Levítico, era un elemento purificador del sacrificio. Asimismo, en el cuarto volumen, en el que también proclama la «sacralidad del color» (6.68), argumenta no sólo que Dios mandó que el tabernáculo se pintara de púrpura, escarlata, blanco, y dorado, sino que hizo que el color acompañara «a todo lo más puro, lo más inocente y lo más preciado» (6.68).
La crítica de Ruskin sobre las pinturas individuales demuestra que para él la belleza de la pureza se encarna en las tonalidades brillantes, claras e intensas, en los rojos y dorados en la pintura medieval, en la paleta de los prerrafaelitas, y sobre todo, en los escarlatas, los azules y los amarillos de Turner. En concreto, los favoritos de su artista, Ulises ridiculizando a Polifemo (Ulysses Deriding Polyphemus), El barco de esclavos (The Slave Ship), San Benedetto y Napoleón ejemplifican su concepción de este modo de lo bello. Sus preferencias nos llevan a concluir que Ruskin, que considera el color como la encarnación visible del sentimiento, «el tipo de amor» (7.419), cree que los colores intensos transmiten más adecuadamente la impresión emocional de una escena que la acción violenta o la descripción de las caras sometidas a la influencia de las fuertes pasiones.
No obstante, tal y como explica en su capítulo sobre la moderación, la sexta y última rama de la belleza tipológica, los colores del artista, aunque intensos, deben evitar lo deslumbrante y discordante. Como el resto de los aspectos de la pintura, el color exige moderación, que representa para Ruskin «el cinturón y salvaguarda de todo lo restante, y en este sentido lo más esencial de todo» (4.139) en la belleza de las formas. La apariencia en las cosas materiales de «la libertad auto-restringida» es hermosa, dice Ruskin, porque es «la imagen del comportamiento de Dios con respecto a toda su creación, en la cual, aunque libre para operar de cualquier modo arbitrario, repentino, violento o inconstante, �l sin embargo, si podemos hablar así reverentemente, se limita a sí mismo en su omnipotente libertad y siempre trabaja consistentemente mediante modos que denominamos leyes» (4.138).
Durante el curso de su discusión, Ruskin menciona las Leyes de política eclesiástica de Richard Hooker, una obra sobre la que modeló el estilo del segundo volumen de Pintores modernos. En el número décimo de Fors Clavigera que apareció en octubre de 1871, Ruskin menciona su «afectación a la hora de escribir como Hooker y George Herbert» (27.168), y en el prefacio de 1871 de Sésamo y lirios alude a la imitación de Hooker en el segundo volumen de Pintores modernos (18.32). (Véase también Malcolm Mackenzie Ross, «Ruskin, Hooker, y 'la teoría cristiana'», Ensayos en literatura inglesa desde el Renacimiento hasta la edad victoriana (Toronto, 1963), 283-301).
Incluso más importante que Hooker como influencia fue de nuevo, quizá, La �tica de Aristóteles, puesto que las ideas del término medio y de la virtud simétrica son en esencia ideas de moderación. Ruskin insiste en la superioridad moral y artística de las entidades moderadas, de «lo que es libre, lo anárquico, lo exagerado, lo insolente, y lo profano» (4.140), de las cosas, de los hombres, de los colores y de las formas desordenadas y por ello desviadas de la naturaleza divina. Según él, el que pudiera alcanzar este modo de lo bello debería emular «las curvas puras y severas de los cortinajes de los pintores religiosos» (4.140). Asimismo, en el color, «no es el rojo, sino el color rosa, el más bello . . . por tanto de entre todos los colores; no es que no puedan ser en ocasiones profundos y plenos, sino que existe una solemne moderación incluso en su misma plenitud y una referencia sagrada . . . a las armonía excelsas que les gobiernan» (4.140). Tal criterio para el color ordenado y moderado parecería marchar en contra de la alabanza de Ruskin por el rojo chillón que Turner plasma en Napoleón, pero puesto que las tonalidades de su trabajo se transformaron, perdiendo toda su armonía en el plazo de una década después de que el artista las inmortalizara en el lienzo (13.160), no se puede deducir si Ruskin arguyó inconsistentemente. El principio general persiste: todos los elementos de la pintura, incluso el color que es la personificación del sentimiento, requieren orden y moderación.
La teoría de Ruskin sobre la belleza tipológica es una estética Apolonia y clásica del orden, y como tal, aparentemente incongruente con sus concepciones románticas de la pintura y de la literatura. Su incorporación de la idea de la infinitud, durante mucho tiempo un elemento importante en las concepciones de la potencia y a menudo de la violencia de lo sublime, muestra el grado hasta el cual Ruskin evita elementos de desorden en su sistema de la belleza tipológica. En vez de derivar alguna forma tradicional de la belleza abrumadora o de la sublimidad de la infinitud, Ruskin taimadamente limita la infinitud a las gradaciones en el color y en las líneas, y en el siguiente capítulo sobre la belleza de la unidad estos elementos de variación se subordinan por tanto a la unidad, al principio del orden. La belleza de la pureza presenta un ejemplo similar, puesto que de nuevo, en vez de utilizar la noción de la energía y del poder divino para crear una estética sublime, Ruskin enfatiza en su lugar una belleza suave y calmada. Esta belleza Apolonia resulta demasiado sorprendente puesto que Ruskin ha declarado en el volumen anterior que la sublimidad no era una categoría estética separada de la belleza sino que estaba contenida en ella. Cuando examinemos sus concepciones de la sublimidad en el capítulo siguiente, veremos que después de que Ruskin descubriera su incapacidad para situar los elementos de desorden emocional en sus teorías sobre la belleza, recurrió a lo sublime, al modo de los escritores del siglo XVIII, para acomodar los placeres de lo impresionante, lo terrorífico y lo vasto.
Modificado por última vez el 25 de julio de 2005; traducido el 7 de enero de 2011